viernes, 1 de febrero de 2008

ESCUELAS Y EDUCADORES: UNA RENOVADA BUSQUEDA DEL PARAISO PERDIDO

Escuelas y educadores Una renovada búsqueda del paraíso perdido (1)
Escribe: Jorge Eduardo Noro

LA ESCUELA, LEGITIMADORA DE LA EDUCACION NECESARIA
Primera parte
Tiempo atrás (2) proponíamos una metáfora que asociaba nuestras escuelas y la presencia de los alumnos y de los docentes en ella con las playas de estacionamientos y con los talles mecánicos. En esta oportunidad también nos serviremos de otra metáfora que es muy gráfica y que ya ha sido utilizada (aunque con otros criterios de interpretación y aplicación) por algunos autores: el camino, las autopistas y las vías alternativas. (CULLEN C., 1997: 145) De alguna manera las escuelas constituyen un vínculo necesario y obligado con el mundo de la cultura, del saber, del conocimiento, en definitiva, con el mundo de la vida. Quienes consiguen acceder a la escuela y logran permanecer dignamente en ella para egresar con alguna acreditación pagan el peaje que les impone la sociedad del conocimiento. Quienes no ingresan o no logran mantenerse o definitivamente nunca, egresan y tienen serias dificultades para poder reconocer algún camino por el que puedan transitar. Como en las autopistas, los caminos alternativos están deliberadamente en mal estado, es una aventura imposible transitar por ellos y ponen en riesgo a los vehículos. Las autopistas y los peajes se convierten en una opción forzada, que incluye y excluye, que otorga comunicación y destino, o niega todas las posibilidades.
Sin embargo, no se trata solamente del peaje y de la presencia física de las autopistas.
(1º) El pago obligatorio no garantiza el estado perfecto y adecuado de la autovía: en las casillas del peaje poco o nada saben de lo que puede depararnos el camino en cuanto a los detalles de seguridad: sólo algunos carteles ofrecen frías referencias acerca de sectores riesgosos y zonas en reparación. Igualmente nada nos garantiza que el vehículo que conducimos tenga la resistencia y la habilitación técnica para trasladarnos a la meta: eso no depende de la autopista y no está incluido en el precio del peaje.
(2º) Si por algún motivo nos detenemos o tenemos algún accidente menor, los encargados vendrán solícitos a auxiliarnos para sacarnos de la coyuntura (y, sobre todo, para liberar la autopista de eventuales obstáculos) pero nunca se harán cargo de las deficiencias del vehículo: somos nosotros los que respondemos por él.
(3º) De poco o nada nos servirá tener a nuestra disposición la autopista y pagar los peajes, si finalmente no disponemos de un vehículo seguro para conducir y alcanzar nuestro destino.
(4º) Las autopistas tienen siempre varios carriles en cada una de sus manos o direcciones: cada uno de los usuarios elige el carril por el que deben transitar. Algunos seleccionan los mas veloces porque tienen mas apuro por llegar, suponen que está en mejores condiciones el pavimento y disponen de un vehículo velos que puede sortear los obstáculos y no molestar al resto; otros optan por los carriles menos veloces porque necesitan mas tiempo, seguridad y confianza para realizar el viaje. Están los que se detienen en la banquina para atender algún desperfecto, descansar y reponer fuerzas, entretenerse con las tentaciones de quienes al borde del camino hacen diversos ofrecimientos. Están los que viajan tratando de disfrutar, además, del paisaje; y los que encerrados herméticamente en sus autos polarizados sólo tienen un objetivo: llegar. No faltan los que, distraídos, ignorantes, confundidos o adormecidos, no circulan los por el carril adecuado y reciben diversas señales de los compañeros de rutas que pretenden desplazarse al ritmo y a la velocidad elegida.
(5º) Las autopistas tienen dos manos y numerosos nudos que conectan con otras autopistas y diversas poblaciones: a quien sube a la autopista, a quien paga sus peajes no se le impone una dirección, sino que se le respeta la libertad de elección. Cada uno decide hacia dónde se dirige y resuelve continuar el camino hasta el final o desviarse eligiendo las diversas salidas que jalonan su camino.
(6º) En la autopista no se viaja solo: siempre hay, a nuestro alrededor, otros conductores: su presencia puede convertirse en compañía y seguridad, obstáculo y molestia, o amenaza y riesgo: es mejor no viajar solos y los compañeros de ruta siempre se convierten en referentes necesarios, pero muchas veces el estado de los vehículos, el mal uso de los carriles, maniobras inadecuadas, diversas deficiencias del conductor producen inseguridad y optamos por acelerar y despegarnos de ellos; tampoco faltan los que tienen otras intenciones y pueden transformarse en una verdadera amenaza para los vehículos y los pasajeros.
(7º) Por más veloz que sea el automóvil, y más seguros se muestren sus propietarios, por tratarse de un vehículo nuevo y de alta generación, siempre habrá alguien más veloz que relativizará los rendimientos. No siempre interesa el tiempo empleado, sino la meta alcanzada.
(8º) Finalmente, la autopista no está cerrada, clausurada (o no lo está en todo su recorrido): siempre deja abierta la posibilidad de que algún automovilista se escape, abandone la traza, arme su propio camino, trate de evitar los controles y los peajes... y hasta se convierta en amenaza para los restantes viajeros.
Aunque las analogías siempre son limitadas, de alguna manera nuestras escuelas son las diversas autopistas que el sistema educativo ha construido para que los alumnos puedan arribar al mundo del saber, de la cultura y del conocimiento.
(1º) No todos pueden acceder a ellas, porque no pueden o no quieren. En primer lugar por siempre hay que pagar algún tipo de peaje, y también, porque el valor de las autopistas no es un conocimiento natural, sino cultural, sino que exige su descubrimiento y la posibilidad de utilizarlas.
(2º) Frecuentemente se puede observar a muchos que han intentado circular por las autovías pero las dificultades del camino, la velocidad impuesta, las normas de transito, el tipo de vehículo los obligan a abandonarlas.
(3º) Para muchos de ellos, la única opción es utilizar el deteriorado camino alternativo, arriesgando más el estado del vehículo con escasa posibilidad de llegar a destino alguno: en los caminos alternativos no hay auxilio, nadie se hace cargo de los accidentes y no hay propietario o responsable a quien efectuar reclamos.
(4º) Y finalmente están también los que logran pagar el peaje, sobrevivir al viaje y llegar a destino, pero la circulación por la escuela no les representa ningún tipo de beneficio o cambio: ingresan y egresan de ellas sin ninguna transformación.
De nosotros depende – desde nuestras funciones específicas, desde responsabilidades diversas y complementarias – determinar qué escuela tenemos y qué tipo de escuela queremos construir, qué tipo de autopista queremos cimentar, qué tipo de peaje vamos a imponer o subsidiar, qué servicios pretendemos brindar y cuánto nos interesa que cada uno de los usuarios-alumnos llegue sano y salvo a destino… y, sobre todo, enriquecido realmente por el tránsito por las escuelas. Porque hay varios tipos de inclusiones y exclusiones.
(1º) La más común – y no por eso menos ardua – es la exclusión de tipo social y económica. Muchos de ellos no podrían ingresar a nuestras instituciones, y si lograran hacerlo tendrían serias dificultades para mantenerse vivos en ella: con un vehículo deteriorado, con patente antigua y con un modelo casi inexistente, con una carrocería baqueteada y un motor en evidente decadencia exhiben sus imposibilidades. ¿Qué pueden hacer frente a los confortables, brillosos, arrogantes, briosos y velocísimos 0 kilómetros? Convencerse progresivamente de sus impedimentos o de las limitaciones de sus logros.
(2º) Los que forman parte de las escuelas y circulan por la autopista, pero no logran un aprovechamiento real de la escuela, los que pasan formalmente por ella, los que zafan y aprueban pero que no alcanzan aprendizajes, los que reglamentariamente cumplen con todos las pautas, pero no logran transformaciones verdaderas. Para muchos de ellos, concluir la escuela es un pasaporte al vacío: carente de hábitos y actitudes, desprovistos de contenidos procedimentales, se exponen a un naufragio próximo en los ciclos posteriores, en los mares de la universidad o de la búsqueda de trabajo.
(3º) Existe un tercer grupo de excluidos: son aquellos a quienes los aprendizajes acreditados no les permite interrogar y modificar su propia vida y han quedado al margen los verdaderos saberes que la realidad demanda para poder encontrar el propio lugar en el mundo o construir el proyecto de vida. Buenos estudiantes pueden comprometerse solamente con algunos conocimientos, sin apropiarse de las estructuras y los referentes que les permitan construir en un marco de autonomía una personalidad integral.
Este juego de analogía, oposiciones y posibles niveles de inclusión y exclusión nos deposita en el tema que nos ocupa: la escuela como el lugar en el que social y públicamente se debería legitimar la educación necesaria. Nadie desconoce las diversas críticas que sacuden a la escuela desde hace bastante tiempo, críticas que han sido reconocidas y procesadas también por diversos documentos (3) y que nosotros mismos como actores del sistema no dejamos de señalar y padecer. No nos vamos a detener específicamente en las críticas, sino que nuestra intención es procesarlas, asumiendo las palabras de Freire: criticar para proponer, denunciar para anunciar. Nos interesa tener clara consciencia de lo que nos pasa para definir qué compromisos debemos asumir ante un futuro que nos aguarda y un presente que nos inquieta.
Para cumplir ese rol legitimador, rol histórico que debe justificar en los nuevos contextos, tal vez la escuela (y nosotros con ella) necesite hacer, al mismo tiempo, un acto de humildad y de confianza en sí misma, porque la mejor fortaleza se construye sobre el reconocimiento de las propias debilidades y limitaciones, sin eludir los compromisos y las responsabilidades. Debe reconocer serenamente sus imposibilidades, lo que no puede producir por sí misma, lo que nunca pudo o lo que actualmente no puede. La escuela es un lugar privilegiado en el que la propuesta educativa se sistematiza y se normaliza, pero la escuela no representa el patrimonio exclusivo de la educación porque, especialmente en nuestros días, hay otras fuentes y otras formas de educar que se suman o compiten con la escuela. La sociedad, por su parte, debería prestar oído y reconocer este acto de humildad, tomándolo como un sinceramiento necesario para no sobrecargar a la escuela con demandas imposibles y exigirle sus responsabilidades ineludibles. Solamente si circunscribe sus expectativas, si delimita sus alcances podrá renovar la confianza en sí misma y en su entorno, sin producir movimientos contradictorios que desorientan y desaniman.
La escuela enseña, pero no lo enseña todo; sabe, pero no lo sabe todo. Principalmente a la escuela - demasiado acostumbrada a juzgar, someter a norma y disciplinar los conocimientos - le cuesta diseñar caminos alternativos y creativos, le cuesta enseñar a modelar la variedad y la riqueza del pensamiento autónomo, y, sobre todo, reconocer que fuera de la escuela también se enseña y también se aprende. Humildad y confianza. Fortaleza y conciencia de los límites.
(1º) La escuela debería ser – en los complejos y confusos tiempos que corren - quien sin descuidar sus saberes sistematizados, debería procesar lo que sucede fuera de la escuela, retrabajar la invasión caótica, multiforme, desarticulada de los conocimientos.
(2º) Reconocer que no todos los problemas de la escuela son verdaderos problemas, sino que son problemas importantes, pero problemas que tienen valor para la escuela; y que fuera de ella abundan otros problemas – reales, propios de la vida, demandantes de definiciones – que la escuela debería conocer, abordar, ayudar a resolver. La vida está en otra parte: es eso lo que demandan los alumnos de nuestras instituciones, nuestros adolescentes y muchas familias.(4)
Un acto de sinceridad nos debe ayudar a reconocer que, en la actualidad el paso por la escuela no es garantía de nada o de mucho, en algunos casos, puede representar un factor retardatario e inhibidor: retrasa las potencialidades reales de los alumnos e inhibe su capacidad de aprender, de crear, de pensar alternativas innovadoras. Ni el triunfo en la escuela se traduce en un triunfo en la vida, ni el fracaso en las escuelas se traduce en un fracaso en la realidad. El discurso escolar legitima conocimientos, rendimientos y prácticas pero muchas veces produce un aletargamiento o adormecimiento de las capacidades reales, aquellas que no necesariamente forman parte de la escuela pero necesariamente forman parte de la vida. Los discursos y las prácticas escolares terminan siendo parámetros virtuales que no responden a la realidad y que se cierran en un autismo peligroso porque la misma sociedad y la familia de encargan de exagerar sus alcances y su valor, mientras la realidad aguarda para realizar su verdadero balance y efectuar los exámenes definitivos.(5) Con su afán de construir una masa homogénea, las instituciones escolares satisfacen las expectativas de los alumnos competentes (que se adecuan a lo que se les exige, pero raramente demandan más exigencia) y engañan a los que tiene menos capacidades que encuentran en la escuela diversos recursos (y posibilidades) que la realidad – social y productiva – no les facilitará. En la escuela los fracasos nunca son tales porque abundan los recuperatorios y las compensaciones, y los triunfos representan verdaderas consagraciones: en la vida real, los fracasos pueden ser fatales y los triunfos son siempre pasajeros y relativos.
Uno de los mayores problemas radica en que la escuela no puede enseñar lo que nunca aprendió, lo que no sabe. Hay aspectos de la realidad que la escuela desconoce y que solamente puede limitarse a enunciarlas para desarrollar en los alumnos la capacidad para enfrentarlas y resolverlas de manera inteligente, respondiendo con los medios que disponen y en las condiciones en que se encuentran: situaciones ingobernables, inesperadas, reales. La escuela no lo sabe porque sus educadores tampoco lo saben, no disponen de un recursos profesionales para tales cuestiones. Esa ignorancia puede convertirse en docta, en la medida en que generen posibilidades de búsqueda y de autonomía, retomando una tradición del pensamiento occidental que ha rescatado una publicación reciente) bajo la figura del maestro ignorante (RANCIERE, 2002). Escuela y educadores controlamos un universo limitado del saber y dominamos solamente una parte de los registros del conocimiento. Si uno pasa revista a los saberes de la vida, que la escuela y sus educadores no siempre pueden afrontar y resolver, descubre numerosos nichos de silencio o de ignorancia. La escuela, ¿puede hablar de la construcción de la familia y de la manera de mantenerla a pesar de las dificultades que aparecen a lo largo del tiempo? ; ¿se atreve a enunciar la manera de establecer las relaciones inter-subjetivas y la forma de construir parejas armónicas?; ¿logra – en serio – orientar el desarrollo del amor y de la afectividad, y asociado a ello el de la propia sexualidad, con sus responsabilidades y consecuencias? (6); ¿anticipa la manera en que deben ser criados y educados los hijos, en el marco de una maternidad y una paternidad responsables?; ¿se hace cargo de las diversas crisis que toda persona tiene a lo largo de su vida?; ¿puede indicar los procedimientos más idóneos para incorporarse a un mercado laboral que se retrae y que se empeña en reciclar permanentemente a sus miembros?; ¿da cuenta de la manera en que cada uno debe administrar sus bienes para poder subsistir y aproximarse a una mejor calidad de vida?; ¿prepara para la inserción en los diversos estamentos de conducción y de dirección en las empresas, en la vida política, en las asociaciones profesionales? ; ¿se hace cargo de la manera en que se puede organizar existencialmente la propia vida (proyecto) y descubrir en el propio horizonte el declinar de las fuerzas y la muerte? En suma, ¿de cuántas cosas la escuela no se hace cargo porque no sabe, no puede, no quiere o no le corresponde hacerse cargo? Imaginamos que muchas veces la escuchamos repetir: sólo sé que no sé nada. (7) Y se trata, sin embargo, de verdaderas cuestiones educativas, de espacios o nichos de aprendizaje. En realidad, a muchos de estos interrogantes no podemos acceder, ni responder ni siquiera los docentes, que muchas veces no hemos sabido o no podemos resolver estas cuestiones existenciales, no simplemente escolares. (8)
Primer grado de inclusión: las escuelas deben tener como primera meta la inclusión de todos, especialmente de los extraños, de los otros, de los excluidos, de los marginados o marginales. La escuela es universal, con una universalidad que incluye a todos, una universidad superior a la concebida por la modernidad, que abarca a todos los hombres en situación de absoluta igualdad; universalidad que se ha pretendido hacer efectiva en el último cuarto del siglo XX. Es un mandato necesario porque es condición del contrato social que nos garantiza la convivencia de paz y el ejercicio efectivo de derechos y deberes. Si no lo queremos hacer por el amor al prójimo (razones religiosas), por un principio de humanidad (razones antropológicas), por justicia (razones jurídicas), para preparar mano de obra y buenos trabajadores(razones económicas), lo debemos hacer por conveniencia (razones egoístas): para garantizar la supervivencia y el ejercicio efectivo de los derechos. Porque es más barato crear y mantener las escuelas y el sistema educativo que crear y mantener cárceles y el sistema judicial o porque los excluidos se convierten en fuente de amenazas reales o virtuales. (9) En este sentido, la escuela se muestra fiel al mandado original que imaginó e instaló la educación para todos, especialmente para los que menos tenían porque la universalidad y la obligatoriedad no podía tener como destinatarios a las clases sociales que ya disfrutaban naturalmente de la educación y de la escuela. (10) HOPENHAYN (1994: 50) observa que la pérdida de referentes normativos entre los excluidos fomenta de manera creciente formas fragmentadas de socialización invertida, con la proliferación de sub-culturas marginales que tienen, como eje de la auto-afirmación, la violencia y la ruptura como toda ley; estos fenómenos aparecen como una respuesta refleja a la impunidad que gozan ciertos sectores del poder económico y político que tienen a su disposición y beneficio las instituciones y las leyes. De alguna manera la distribución urbana ha tendido a convertir a las viviendas cada vez más en fortalezas, a restringir los espacios abiertos y transformar lo privado en algo cada vez más hermético y a lo público algo cada vez más policíaco. (11) Este primer círculo de inclusión debería representar un real interrogante y desafío para todas las instituciones educativas y no sólo para aquellas que por vocación, ubicación o carisma han optado por el trabajo en determinados cordones urbanos.
Segundo grado de inclusión: educación en serio. No se trata de estacionar a la mayor cantidad de alumnos en las playas de estacionamientos habilitadas para ocupar el tiempo disponible en una escuela vacía. Las escuelas deben incluir a todos para garantizarle una verdadera educación, la más completa, actualizada y sistemática transmisión del patrimonio del saber y de la cultura. De nada sirve convocarlos para aburrirlos, para vaciarlos de contenidos, para brindarles migajas o ráfagas de cultura. En cada uno de los ciclo o niveles es necesario que accedan al verdadero conocimiento y a los verdaderos contenidos, sobre todo que construyan en sí mismo reservas de conocimientos, que subjetivicen lo que escuchan, entienden, aprenden para que pueda fructificar y producir desde la cultura subjetiva. Es necesario que vayan armándose de contenidos procedimentales, de recursos para saber aplicar y transferir los saberes, para poderlos utilizar mas allá de los límites de la escuela. De la misma manera que rompemos los muros de las aulas para que ingrese la realidad y la vida a través de aprendizajes significativos, debemos romper los muros para que los conocimientos puedan operar sobre el mundo real, y justifiquen la convocatoria y la inclusión. Solamente así, equipados culturalmente (en el buen sentido de las palabras: cultivados y civilizados) podemos afirmar que cualquier otro intento de armar la vida al margen de la moralidad y de la legalidad es un delito. Pero - además y volviendo a la metáfora inicial – hay compromiso adicional: hacernos cargos de los vehículos que no funcionan, de los motores que no arrancan, de las carrocerías o los interiores deteriorados. No basta con subirlos a la ruta con pase provisorio, sino acompañarlos con nuestro saber y nuestro auxilio para asegurarles un camino digno y una llegada correcta. Ni escuela vacía ni observadores pasivos. Una actitud que deberíamos ofrecer, también, a quienes detrás de la apariencia de automóviles confortables ocultan serias fallas para afrontar el camino.
No se trata de discutir el valor de la educación o la presencia de la escuela, sino la educación y la escuela que se necesitan en nuestro tiempo y las que necesitan los usuarios de hoy. No se trata de mantener la formalidad de la educación detrás de la fachada de instituciones escolares huecas o inútiles. Si proclamamos la conveniencia de concurrir a la escuela pero no hay ningún efecto constatable de su paso por ella o nada se espera de ella, educación y escuela se vuelven formalidades de las que se puede prescindir y, sobre todo, exhiben una peligrosa consecuencia: los que no pasan por la escuela o tienen una experiencia negativa de ella (los sancionados, los perseguidos, los expulsados, los vagos) son los que efectivamente triunfan en la vida. Es el discurso de muchos de los triunfadores – en diversos y variados rubros – que manifiestan orgullosos su historial de fracasos escolares. Es verdad que la educación es necesaria y que es la base del éxito, pero no todos sacan de la educación el mismo rédito, y puede convertirse no en la base de la igualdad, sino de la diferencia. Lo que interesa – cualquiera sea la situación social – es descubrir la capacidad de educarse a sí mismo y de descubrir la propia inteligencia, los procesos mentales con los que sabemos resolver los problemas que se nos presentan en todos los órdenes de la vida. Si la escuela enseña recetas para una vida que no existe, y traza mapas para una realidad que no conoce, no servirá de mucho. Hasta puede ser perversamente engañosa porque nos ilusiona de ser expertos en una entelequia. Lo que necesitamos es que las escuelas alienten la autonomía en las decisiones y en el obrar, la capacidad de pensar, de criticar, de ver todo desde otras perspectivas (pensamiento lateral), de reconocer los defectos posibles o reales de lo que está vigente, el desarrollo de la inteligencia como una capacidad de generar respuestas innovadoras a problemas y situaciones reales, con los medios disponibles, en un momento dado. Y una escuela con docentes armados de los mismos instrumentos: libres, autónomos, creativos, inteligentes, con capacidad de pensar y de criticar (situación que debería ser obvia, pero que no siempre lo es).
La incapacidad de transferir los conocimientos y los procedimientos adquiridos en el ámbito de la escuela al universo de la vida real es lo que permanentemente denuncian el mundo productivo y los medios de comunicación sospechando de la seriedad y la capacidad de las instituciones. Simplificando las formulaciones terminan señalando que el paso por las escuelas no ha sido lo suficientemente sólido, actualizado, exigente y seguro como para responder a los requerimientos de la universidad, del nivel superior o del ámbito del trabajo. Bien puede suceder que estas afirmaciones sean parcialmente verdaderas, pero como toda generalización es inapropiada y, por lo tanto, una falacia. Muchos egresados – relativizando el nivel de exigencia que se les impone – no logran poner en funcionamiento sus aprendizajes, y presuponen que espontáneamente y sin esfuerzo tendrán en acto la totalidad de los conocimientos adquiridos. Pero muchos otros egresados de cada uno de los ciclos o niveles disponen de un repertorio de conocimientos y de habilidades debidamente acreditados, pero presumen que los mismos funcionan específica y privativamente en el ámbito en el que lo recibieron. De este tipo de inclusión también debemos hablar, porque también potencia y dinamiza el funcionamiento de las escuelas. Los educandos y los egresados necesitan comprender que lo aprendido sirve y funciona más allá del tiempo y del ámbito escolar, y que una economía de esfuerzo les facilitaría disponer – de una vez para siempre – de determinados saberes, porque operarán para siempre como conocimientos instrumentales.
Los aprendizajes no deben ser mecánicos, sino creativos. Y la escuela que no descartar la formación de determinados hábitos que se tornan naturalmente repetitivos, debe abrir las puertas a la creatividad y a la innovación. Por lo tanto no se trata de:
(01) tener todas las respuestas, sino de generar las preguntas que movilizan la capacidad de pensar y decidir.
(02) comprar en cuotas escolares la seguridad sino la libertad y el riesgo que garantiza otro tipo de seguridad.
(03) seguir el camino señalado, sino el camino que cada uno debe tomar.
(04) convertir toda enseñanza y todo aprendizaje en una lección (discursiva) propia de una clase, sino comprender que enseñar y aprender es una actitud casi natural que se mantiene a lo largo de toda la vida.
(05) escuchar solamente las enseñanzas formales y escolares, sino saber decodificar las enseñanzas de la vida que nos habla, que nos da empujones diciendo “despierta: hay algo que quiero que aprendas”, y para eso es necesario dejar que la vida ingrese a la escuela.
(06) comprar un modelo rígido de vida, sino de crear formas alternativas e innovadoras.
(07) depositar en los otros la causa de los males y de los fracasos, sino de reconocer las propias debilidades e imposibilidades, para generar el cambio y la superación.
(08) aplicar las recetas recibidas y repetidas, sino de pensar los problemas y las alternativas.
(09) formar personas sin conocimientos y sin preparación, sino personas que a sus conocimientos y a su cualificación profesional le suman apertura mental para asimilar nuevos procedimientos y nuevas tareas, individuos que tengan su decodificador de realidad incorporado, con un funcionamiento automático que se dispara ante cualquier cambio de escenario, sin un libreto rígido, sino con la capacidad de crear y combinar innumerables libretos. (cfr. KIYOSAKI R., LECHTER C., 2004: 64 – 78)
El tercer nivel de inclusión, probablemente representa el mayor desafío en nuestro tiempo, sacudido por vendavales de desorientación y desconcierto. Este nivel no reconoce clases, ni condiciones: responde a la necesidad de involucrar a las instituciones educativas en la tarea de ayudar a construir la propia existencia, de evaluar las alternativas disponibles o necesarias, de construir caminos humanizantes, axiológicos, solidarios. Para eso la escuela deberá armar nuevos circuitos de aprendizajes para asegurar otras enseñanzas y otros saberes. Sin omnipotencia, con la humildad de quien ayuda a construir, ofrece una hoja de ruta (o un mapa), facilita subsidios, se ofrece como co-piloto en la dura aventura de vivir. Sólo así podrán aparecer como compromiso de las escuelas: prevenir y hacerse cargo de ciertos descontroles, abusos, adicciones, experimentos vitales, ausencia de crecimiento, falta de compromisos, dificultades de relación, futuro económico y laboral Rodeados de instituciones en crisis o ausentes, subsisten las preguntas fundamentales: ¿quién nos enseña a vivir? ¿qué voy a hacer de mi propia existencia? Hoy urge un tipo de escuelas que ofrezca un ámbito de educación en el saber vivir. (MARDONES, 1997: 65) La educación es un aprendizaje de la existencia capaz de traducirse en una ética, en una manera coherente y esclarecida del obrar. Todo lo que se refiere al ámbito formativo está relacionado con el ser humano y, por consiguiente, con lo que a éste le ocurre, incluyendo su vida y el modo en que conduce u orienta su existencia. Por eso todo acto educativo es un acontecimiento, porque los aprendizajes no son meras actividades o formalidades, sino experiencia, acontecimiento que marcan nuestra existencia. (BARCENA – MELICH, 2000: 162)
La escuela de nuestros días no puede cerrarse sobre sí misma, sino que debe abrir los ojos, procesar la información, asumir una actitud profética de Interpretación permanente de los signos para crear nuevos lenguajes, nuevos códigos, nuevas respuestas. Si un alumno se droga, si una alumna ha quedado embarazada, si alguien se escapa de su hogar, si los fines de semana son un tributo al descontrol, si numerosos alumnos prefieren un festivo viaje de egresado a cualquier propuesta cultural o formativa, si interesan más los grupos de rock que los mensajes papales, si son más importantes los deportistas famosos que los científicos, si se recuerda más a los actores y a las modelos que a los buenos escritores, si los acontecimientos públicos se van desplazando en una marcha veloz sin que lo podamos digerir, si la estructura familiar o la sexualidad son una elección personal que responde a criterios relativos y provisorios, si cualquier medio es lícito para conseguir una vida placentera, y si todo estos hechos golpean con tanta fuerza a la escuela (y sobre todo a los usuarios) que hacen tambalear sus paredes, la institución y sus educadores deben tomar en cuenta que estos discursos recorren las galerías, se meten en los baños, se transforman en inscripciones en los cuadernos, son los mensajes de texto de los celulares, los chateos, los mail; sin miedo ni rodeos, deberán procesar con criterio y creativamente esta información vital. Para eso debe salir de su encierro, saltar (sin renunciar) de las tareas académicas a las cuestiones vitales y abrirse a los dictados de una realidad que duele, de una verdad que a veces es triste, pero que siempre tiene remedio. Frente a la seguridad con que operamos en el primer nivel de inclusión (convocarlos a todos a la escuela), frente a la autoridad profesional que nos asigna un papel relevante en el segundo grado de inclusión (hacer de la escuela una experiencia significativa), se suma un papel de discernimiento compartido, de acompañamiento y protección solidaria en este tercer nivel de inclusión.
No elegimos el tiempo en que vivimos, pero formamos parte de él. La modernidad sólida que dio cobijo a la lógica de la escuela moderna ha cedido ante la invasión de la modernidad líquida, fluida, escurridiza, asociada a una extraordinaria movilidad y a una insoportable levedad del ser (inconsistencia ontológica). Con esta disolución de lo sólido han entrado a discutirse la presencia de algunas instituciones, que se han convertido en instituciones zombis, muertas en vida. En este escenario de liquidez y evaporación, se desintegra la trama social, se desmoronan las agencias de acción colectiva y solidaria, el poder se contagia de levedad y fluidez y se vuelve móvil, escurridizo, cambiante, evasivo, fugitivo, generando en la población crecientes formas des-compromiso y huidas. Este poder en permanente metamorfosis necesita eliminar las trabas y las barreras, especialmente la trama densa de los nexos sociales. (12) (BAUMAN Zigmund, 2003: 8 - 20) Pero todos necesitamos algún referente sólido, estructuras significativas, fortalezas o murallas donde recostarnos: si la familia se nos desarma, si los afectos se eclipsan, si las relaciones son fugaces, transitorias o funcionales, si los vínculos sociales desaparecen, corremos el riesgo de destruirnos y de evaporarnos. Todos los seres humanos necesitamos, para crecer, estructuras de protección y cobijo que nos permitan conformar nuestra subjetividad, construirnos como personas, reconocer una trama simbólica de referencia que incluye además representaciones y valores, posibilidad de formular y formularnos las preguntas fundacionales de su existencia, habilitación de los mecanismos de socialización y las identificaciones. En un pasado no muy lejano, estas estructuras se asentaban articuladamente en diversas instituciones que a través de sus principios comunes y sus mensajes redundantes permitían armar una trama articulada de protección y cobijo. (DUCH, 1997: 35) La desarticulación de las diversas instituciones (familia, sociedad, poderes públicos, instituciones) ha privado de la necesaria referencia a los educandos de nuestro tiempo, y muchos de los fenómenos que constatamos no son sino síntomas de esta orfandad existencial que los acompaña. No es una sensación que solamente respiren los alumnos, sino también sus adultos responsables y los mismos educadores. Los chicos de la calle o de las esquinas en las ciudades de nuestros días (13) (y los ámbitos asociados que replican los mismos caracteres de riesgos y desprotección), no pertenecen exclusivamente a un sector social; esos lugares de tránsito o de uso se han transformado en los ámbitos de contención frente a las casas vacías, los padres ausentes, un amplio horario ocioso y disponible. Tal vez la escuela deba retomar la tradición que en momentos claves supo hacer frente a situaciones similares ampliando sus potencialidades y su compromiso, convirtiéndose en un sitio protector que vigoriza su función inclusora en las cuestiones existenciales, como respaldo necesario para la transmisión de los conocimientos, de la cultura y de los valores.
En medio de esta dulce certidumbre de lo peor (BENASAYAG – CHARLTON, 1993: 200) que nos obliga a negociar con cierto pragmatismo variadas formas de supervivencia, las escuelas son aun esos lugares socialmente habilitados para la educación, espacios públicos para el crecimiento y el desarrollo de las nuevas generaciones. En las escuelas, sin embargo, debemos producir numerosos cambios, para reencontrarnos con la educación necesaria (los diversos grados de inclusión). No sólo en las escuelas: también ellas. Cambios que no obedecen a planes oficiales o a programas de transformación, cambios que se gestan en nosotros y que se traducen en instituciones diferentes. Junto con otras instituciones – que aun subsisten - pueden construirse nuevas arcas ante el diluvio de una realidad que nos inunda, nuevos monasterios medievales ante las invasiones bárbaras, con la íntima y profunda convicción y seguridad de que la resistencia del presente – con su cuota de sufrimiento – alumbrará un futuro absolutamente mejor. Estas cambios implican inventar nuevas prácticas, nuevas formas de relación, otra lógica, otros compromisos, ruptura con lo impuesto, lo arbitraria o históricamente establecido. Frente a esa sensación de imposibilidad que ya no puede aguardar nada de nada y se sumerge en un pesimismo absoluto (nada peor ya no puede suceder), la única alternativa emergente es construir cuñas de optimismo en los lugares en que es posible pensar y crear. No hay educación sin una dosis de optimismo y de confianza en que (1º) el otro puede mejorar y cambiar, (2º) el mundo puede transformarse y volverse mas humano, (3º) cada uno de nosotros puede hacer algo por los otros y por un mundo nuevo.
Que hoy deje su forma de ser hoyY tome la forma de ser siempreO por lo menos la de ser agua,Un agua transparentemente solaUn resumen del agua.
Que las cosas escapen de sus formas,Que las formas escapen de sus cosasY que vuelvan a unirse de otro modo.El mundo se repite demasiado, Es hora de fundar un nuevo mundo.
JUARROZ Roberto, Poesía Vertical (14)
Segunda Parte
Compartimos un texto de Leonard BOFF:
“Se ha dicho acertadamente que educar no es llenar una vasija vacía sino encender una luz. En otras palabras, educar es enseñar a pensar y no sólo enseñar a tener conocimientos. Estos nacen del hábito de pensar con profundidad. En caso contrario, seremos simples funcionarios de del pensamiento de otros, condenados a repetir modelos y fórmulas que se superan rápidamente. Para pensar, de verdad, necesitamos ser críticos, creativos y cuidadosos y protectores.
(1º) Somos críticos cuando situamos cada texto, evento o conocimiento en su contexto. Ser crítico es quitar la máscara de los intereses escondidos y sacar a la superficie conexiones ocultas. La buena crítica también es siempre autocrítica. Sólo así se abre espacio para un conocimiento que corresponde mejor a lo real siempre cambiante. Pensar críticamente es dar buenas razones de aquello que queremos y defendemos.
2º) Somos creativos cuando vamos más allá de las fórmulas convencionales e inventamos maneras sorprendentes de expresarnos a nosotros mismos y de pronunciar el mundo; cuando establecemos conexiones nuevas, introducimos diferencias sutiles, identificamos potencialidades de la realidad y proponemos innovaciones y alternativas consistentes.
3º) Somos cuidadosos y protectores cuando prestamos atención a los valores que están en juego, atentos a lo que realmente interesa y preocupados con el impacto que nuestras ideas y acciones pueden causar en los demás. Cuando distinguimos lo que es urgente y lo que no lo es, cuando establecemos prioridades y aceptamos procesos. En otras palabras, cuando optamos por ser éticos, personas que ponen el bien común por encima del bien particular, que se responsabilizan por la calidad de vida en el más amplio e integral sentido de la palabra.” (BOFF Leonard, 2004)
Nuestro pensamiento es tal cuando a la observación y al conocimiento de la realidad le suma la visión crítica; a la capacidad de criticar la creatividad y la propuestas; y a ambas la posibilidad real de comprometernos y obrar. En medio de tantos discursos vacíos es bueno recordarlo: ver, juzgar críticamente, proponer, actuar.
Si la escuela es el lugar socialmente habilitado para legitimar la educación necesaria, nuestro papel como educadores se potencia pero crece en responsabilidad y compromiso. Aunque todos somos educadores, todos necesitamos revisar nuestra preparación y nuestro compromiso para poder ajustarnos a los requerimientos de esta escuela necesaria. Habilitados para desempeñarnos profesionalmente en diversas áreas, disciplinas o funciones, no dejamos de reconocer nuestra ignorancia y nuestras imposibilidades. La eficiencia y el entusiasmo con que llevamos adelante nuestra tarea y los resultados que comprobamos no nos impide ver cuánto nos queda por hacer y cuántas cosas no hacemos porque no podemos o porque no sabemos. De la misma manera que reconocer la culpa es un primer paso para el arrepentimiento y la conversión, reconocer la ignorancia también es un paso necesario para la conversión.
La sociedad, el mundo, la realidad siempre fueron vistos – desde la escuela – como un riesgo. En el pasado la escuela no sólo era el lugar del resguardo, sino que disponía del manual de instrucciones para vencer los riesgos. El docente – en el corazón de una escuela cerrada sobre sí misma - era el experto en seguridades y el hermeneuta de los manuales de protección y salvación. En la actualidad, las zonas de riesgos son impredecible y la escuela misma no está ajena a los mismos. La sociedad entera se ha vuelto vulnerable en el más amplio sentido de la palabra. El educador de hoy se convierte en un lector e interprete de los mensajes y los signos, y alguien que enseña no las recetas (inservibles) sino los procedimientos para reaccionar, prevenirse, inmunizarse, sobrevivir, y también para transformar. La escuela ya no tiene todas las protecciones ni tiene todas recetas, sino que funciona como un centro multiforme de aprendizajes. Las nuevas situaciones sociales y personales que vivimos y que viven nuestros alumnos nos impiden repetir los caminos hechos y las sendas trazadas. Se nos exige, por el contrario, abandonar las respuestas disponibles para tener la capacidad de crear nuevas formas de presencia y de acompañamientos. Tal vez debamos optar por una educación más pobre en fórmulas y en respuestas, pero más rica en presencia y en verdad. (MARDONES, 1997: 35)
El educador no proviene de otro mundo, no vive otra realidad, no respira otro aire. El mundo es el mismo para todos y muchos de los interrogantes existenciales que se formulan los alumnos o los padres de los alumnos son sus propios interrogantes. Los problemas de la sociedad son sus problemas. No está inmunizado contra la incertidumbre, la duda, la sospecha, el relativismo, sino que es alguien que padece los mismos males que el resto de la sociedad, que está afectado por los mismos síntomas y las mismas incitaciones de la época, alguien consciente de su fragilidad y sus debilidades, que aprende a fortalecerse a partir de su función, que es consciente del rol que desempeña y que se construye a partir de la demanda de quienes lo rodean. No siempre respira entusiasmo, destila convencimiento, maneja certezas, logra superar los impulsos, pero el rol que desempeña crea una identidad necesaria para oficiar como presencia, compañía y referencia. Es alguien que genera anticuerpos porque ya se ha inoculado, que puede combatir los virus porque los ha identificado, que protege su sistema pero no teme navegar y meterse mar adentro. El educador de hoy no mantiene la sacralidad vocacional del pasado, pero tampoco reduce su función a un contrato de trabajo; no renuncia a sus derechos, pero al mismo tiempo que los ejerce se compromete personalmente con sus deberes
A pesar de todo, el educador es alguien que debería disponer de convicciones profundas, alguien que le encuentra permanentemente sentido a su propia vida y a su propio proyecto de vida, alguien que tiene sus propios principios, criterios e ideas que – sin imponerlas - las da a conocer y las propone como válidas, alguien que se ofrece como experto en el camino que hay que recorrer – la autopista –, en los peajes que hay pagar, en la velocidad que hay que llevar, pero también es un experto en los diversos modelos de auto (un mecánico polifuncional) que sabe cómo debe atender a los diversos usuarios del camino y que goza con todos los que llegan al destino elegido, nunca impuesto. Más que una figura que se impone, es una presencia que acompaña y oficia de mediador entre el educando y la realidad, entre el educador y su familia, entre el educado y los conocimientos, entre el educando y los pares, entre el educado y su futuro. Es un pastor que se preocupa por cada una de sus ovejas, alguien que pone en funcionamiento la pedagogía de la presencia, del acompañamiento y de la protección: caracteres demasiado desarrollados en el pasado de la historia de la educación, especialmente entre los modelos que responden a la orientación pastoral y religiosa. (MARDONES, 1997: 68)
Si profesionalmente no nacemos, sino que nos construimos como docentes, el ser educador no es algo dado, adquirido, permanente, definitivo, sino una construcción. Cada educador es un hombre o una mujer que lucha por su propia vida y define, en cada contingencia, su sentido. Se siente seguro en sus principios pero tiene el valor de revisarlo y de encontrar nuevas razones, se siente fuerte en sus conocimientos pero los alimenta con dudas y sospechas, se siente confiado en sus posibilidades pero renuncia humildemente a cualquier tipo de omnipotencia. Es una construcción permanente que trabaja al mismo tiempo con el esfuerzo individual (conversión) y el respaldo solidario de una comunidad. Nos volvernos paulatinamente educadores, y - al mismo tiempo que ayudamos a construir la significatividad de una escuela necesaria - percibimos que nosotros mismos vamos cambiando con el esfuerzo, que nuestra presencia se vuelve significativa y necesaria. En un juego de producción exterior e interior, cultura objetiva y subjetiva: hacemos la escuela y nos hacemos educadores. Las mejores escuelas no son las que tienen mejores edificios o mejor equipamiento, sino los que tienen a los mejores educadores y no solamente porque los elijan sino porque los construyen, conscientes de que en ello radica el secreto de la excelencia. Deberíamos entender que ése es el eje de todo control de calidad y de toda estrategia de mejoría: las instituciones se sostienen a través de la riqueza, de la fortaleza, de la excelencia de la educación que brindan sus educadores, asociados en un lenguaje total, en un mensaje coherente, armónico, compartido. Y esto vale para todos los niveles, para todos los tipos de escuelas, para todas las geografías. (15)
No podemos ignorar, ni silenciar el peso del trabajo diario, de la obligación, de las remuneraciones, el carácter demasiado humano de las relaciones. A veces, la carga de obligaciones impuestas, la rutina de la clase y las tareas administrativas asociadas hacen que el educador baje demasiado los ojos al suelo y pierda de vista el horizonte y sin horizonte no hay perspectiva: tenemos los problemas, las dudas, los cuestionamientos demasiado cerca. Sin embargo no se puede ser educador sin ser optimista. Solamente el horizonte nos permite ubicarlos, afrontarlos, resolverlos. El optimismo no es ingenuidad, sino una visión saludable del presente y esperanzadora del futuro. Únicamente si tenemos razones para educar y esperanza en nuestro trabajo y en nuestro esfuerzo es posible llevar adelante nuestra tarea. (MARDONES, 1997: 5)
La dignidad de la misión permite relativizar el peso del trabajo y del esfuerzo. Y esa misión reconoce estos desafíos:
(1º) La triple función inclusora que propusimos nos tiene como protagonistas en el marco de una escuela re-creada como lugar educativo de privilegio.
(2º) Educar en un momento de pérdida de seguridades, carencia de certezas, es entregarse – aun en situación de debilidad – a la gran tarea de ayudar a recrear opciones y decisiones.
(3º) El educador está llamado a la tarea de humanizar: tiene que enseñar a hacer, a conocer, a vivir juntos, a ser. Una especie de síntesis de la vida humana en el tiempo en el que proliferan las perplejidades y la fragmentación. Y la escuela marca la diferencia porque es el lugar de contención en que los educandos y sus problemas son tratados de una manera especial. (MARDONES, 1997: 121)
El juego entre el saber y la ignorancia – tradicionalmente polarizadas en el maestro y en el alumno respectivamente – puede dejar abierta la posibilidad de los aprendizajes autónomos en los que los docentes se muestran – no solo metodológicamente – como ignorante frente a un alumno que se muestra decidido a buscar y a definir sus conocimientos. En el contexto general de la organización escolar, tal vez sea demasiado utópico pensar en una metodología que universalice este procedimiento. Pero en algunas cuestiones relacionadas con los conocimientos que nos invaden, los problemas que vivimos y las situaciones que los alumnos deben afrontar y en los que los docentes no son las personas mas sabias ni expertas, los educadores deben reconocer la ignorancia que pone en funcionamiento el potencial intelectual y de búsqueda del alumno. (RANCIERE, 2003: 25) (16)
Muchas veces como los educadores padecemos entre las enfermedades profesionales, una curiosa enfermedad, una especie de virus pedagógico e intra-escolar. Debemos poseer todas las respuestas, dar cuenta de todos los interrogantes, correr presurosos a acallar todas las dudas: en la escuela no hay lugar para la ignorancia; si es el templo del saber no puede haber ateos en su interior, no se tolera el desconocimiento de los dogmas y no pueden mostrar vacilaciones sus sacerdotes. Sin embargo, la escuela – por lo menos la de hoy – es también un lugar para dudar, sospechar, preguntar, mantener interrogantes abiertos, ignorar, buscar juntos, inquietarse, admirarse, conocer lo nunca dicho o visto, poner el oído y la mirada (y no solamente la palabra). No se trata solamente del Socrático fingir ignorancia sino del reconocimiento de lo que no se sabe como un acto emancipador de la capacidad de búsqueda y de autonomía del otro. En cuestiones vinculadas con la adquisición del patrimonio cultural, este procedimiento puede provocar un retardo importante y hasta imprudente; pero en cuestiones relacionadas con los procedimientos para la resolución de diversas situaciones problemáticas, en la adquisición de habilidades y en la definición de las cuestiones existenciales es probable que este trabajar desde la ignorancia sea el mejor camino para transformar a los aprendizajes en aprendizajes significativos, construcciones definitivas, estructuras incorporadas, una verdadera inversión en humanidad y el cultura (como cultivo de uno mismo). En la sociedad del conocimiento, lo que sobra es, precisamente, el conocimiento: los docentes no deberíamos privilegiar – fieles a la tradición – la posesión del saber, sino la capacidad permanente de aprender. El docente es alguien que sabe, pero es también alguien con una envidiable capacidad de aprendizaje, a quien ningún saber le es ajeno, y de todos tiene algo que aprender.
Esta renovada concepción de la escuela y de su habilitación como legitimadora de la educación necesaria (no solo de la educación posible o conveniente) pone en cuestión y re-sitúa conceptos como los de expertos y novatos. Si lo analizamos desde el punto de vista de la profesionalización del rol, los expertos son los que con mayor facilitar, rigor y eficiencia cumplen con los caracteres de la profesionalidad: (1) rigor intelectual + (2) actualizado dominio disciplinar + (3) manejo de las metodologías + (4) conocimiento psicológico de los sujetos + (5) habilidad en el manejo de los grupos + (6) competencias comunicativas básicas + (7) capacidad para enseñar y promover los aprendizajes de todos (comunidades de aprendizaje), (17) mientras que los novatos son quienes con mayor grado de dificultad, esfuerzos de adaptación y efectividad pueden cumplirlo o están dando los primeros pasos en su itinerario profesional. Pero si la escuela debe cumplir con mayor rigor otro tipo de inclusiones, el juego de la presencia y la inserción de los expertos y los novatos produce una situación mas compleja, porque no siempre la experiencia y la idoneidad profesional en el proceso de transmisión sistemática del saber se asocia a la capacidad de asumir y contener a todos, y no necesariamente los docentes – avalados por la edad y la experiencia – son los que traducen en mejores estrategias la preocupación educativa por encontrar un espacio para depositar la propia vida. Por ello las instituciones deben funcionar como una trama que articula y cruza los diversos hilos, potenciando las capacidades de cada uno de los miembros de la comunidad. Esto debería reflejarse en actividades de ingreso, en reuniones de profesores, en entrevistas con padres, en reuniones de perfeccionamiento y capacitación: los diversos discursos se cruzan y muchos de los debates y de las desinteligencias surgen porque muchos de los participan extrapolan su carácter de expertos para aplicarlo a situaciones en los que no necesariamente funcionan como tal. Y también aquí necesitamos un acto de humildad y reconocimiento de nuestras imposibilidades, reconocimiento de la ignorancia y capacidad de aprendizaje, de mirada más amplia, de horizonte abierto. Nadie le quita posibilidades al docente, simplemente las contextualiza y las integra en un proyecto más generoso. Vemos en esto la función decisiva de los Proyectos Institucionales y Curriculares, los Equipos directivos, de los Representantes Legales, de los animadores pastorales, de los Tutores… deberían funcionar como catalizadores de los diversos niveles y tipos de expertos y novatos, sin polarizar en una elite docente las fortalezas de la institución, sino integrando y potenciando todas las miradas. De alguna manera debemos responder a las tres demandas: (1º) “Vamos a convocarlos y a contenerlos para que vengan a nuestra escuela” + (2º) “Vamos a concientizarlos, a potenciar sus capacidades, a incentivarlos y a exigirles para que saquen lo mejor de la escuela” + (3º)”Vamos a lograr tal grado de empatía que logremos comprometerlos con su propia vida”.
Muchas veces nuestra pretensión como educadores es lograr la transformación de los educandos que tenemos ante nosotros, que de alguna manera se conviertan en los que damos, sabemos, transmitimos o exigimos. Por eso la educación a través de los educadores reproduce lo que la literatura ha traducido en figuras tales como Pigmalión, Pinocho, el Golem, Robocop o Frankestein: diversas construcciones humanas convertidas en diversas categorías de monstruos. Si cada vez que iniciamos un ciclo o nos encontramos con un grupo con el que estaremos un año o cinco, decimos a cada estudiante :”quiero hacerte conforme a mis proyectos, quiero satisfacer mi deseo de crear a alguien a mi imagen y semejanza; quiero que hagas que me sienta importante, sabio, eficaz, un buen padre o una buena madre, un buen enseñanza, te quiero para estar seguro de mi poder”... es posible que si acercamos los oídos escuchemos una voz que nos responda: “Pero así me condenas a ser un desgraciado y me condenas a serlo, porque no puedo ser tú, sin tomar tu puesto y destruirte, no puedo parecerme a ti sin manifestar mi libertad y escapar a tu poder; no puedo cumplir lo que deseas sin sentir la necesidad irresistible de romper mis cadenas y girar contra ti la violencia que llevas en ti.” (MEIRIEU, 2001: 56) En realidad nuestra tarea no es reproducir en otros lo que pensamos o sabemos, sino desencadenar en otros – a partir de nuestros conocimientos y de nuestra presencia – lo que cada uno de los otros puede desatar y liberar. No estamos en el aula para clonar nuestras células de conocimientos y saberes, sino para sembrar en otros las inquietudes que crecerán en ellos abonadas con otras nutrientes. “La educación no puede ser nunca por entero una fabricación del otro, porque se convertiría en un amaestramiento y convertiría al otro en una cosa de la que podría decirse, antes de pensar a educarla, qué debe ser y de qué modo exacto debe verificarse si se corresponde con lo proyectado. Y esto es negar la educación porque lo que en definitiva se quiere lograr es el que educado se parezca al educador”. Cierta obsesión formal por la planificación, los objetivos y las expectativas de logro, o cierto tipo de evaluaciones, remiten a la función del docente como señor del sentido, garantía de predecibilidad, certeza en los resultados. La educación es una acción que deposita en cada sujeto la finalidad, la determinación autónoma de llegar a ser lo que quiere y debe ser. Por eso la verdadera educación está llena de sorpresas, contratiempos y calamidades, es una aventura imprevisible en la que se construye una persona y una aventura que nadie puede programar. Que cada uno de los sujetos procese por sí todo lo que la escuela y los docentes les damos es un riesgo. Pero como la vida misma lo es, no nos deberían extrañar las sorpresas y las calamidades, deberíamos estar acostumbrados a ellas y saber cómo procesarlas para mantener nuestra decisión de educar. (MEIRIEU, 2001: 62-3) Que cada uno llegue a ser él mismo lleva más tiempo que imitar servilmente un modelo: lleva más tiempo, pero le otorga más consistencia y densidad a la propia existencia.
Bajo la consigna de la disciplina y el control – marco en el que la escuela se desenvolvió desde siempre y marco necesario para una convivencia ordenada – nos cuesta admitir que los educandos no son siempre dóciles, sino que casi siempre desean hacer lo que realmente quieren que no coincide con lo que nosotros queremos (y que identificamos con el absoluto deber ser). Lo normal en educación no es que todos nos obedezca y se subordinen, sino que serenamente se nos resistan y se nos rebelen, porque es la manera de construir la propia personalidad. Lo peor que nos puede pasar – y pasa demasiado – es que nos ignoren y que circulen indiferentes a lo hacemos, decimos y proponemos por la autopista escolar. Si se nos oponen, si discuten, si se rebelan es porque algo los ha inoportunado y necesitan responder. A veces se nos enfrentan para reconocer – de otro modo – lo que nosotros les decimos: pero los mejores aprendizajes son los autoaprendizajes y los caminos que cada uno recorre conducen más lejos. Que se nos enfrenten, no significa que los enfrentemos, o los aplastemos o los excluyamos, sino que le ayudemos a procesar lo que les pasa: ciertas rebeliones son el pasaporte de revelaciones interiores. (MEIRIEU, 2001: 75)
Aunque nos cueste admitirlo y aunque la escuela haya establecido normas que regularizan y homogeneizan los procesos, los aprendizajes no se producen cuando lo decide el educador, sino cuando lo determina el educando. Los aprendizajes fundamentales de la vida tienen un ritmo de adquisición personal: también lo tienen los aprendizajes escolares… Y si podemos considerar obligatorio – en el contrato tácito elaborado por la misma escuela – que el maestro enseñe y que el alumno aprenda, no hay un tiempo específico en que eso deba producirse. Nosotros gozamos más cuando el alumno aprende en el momento en que nosotros le enseñamos, porque de alguna manera nos sentimos más fuertes, profesionalmente realizados, expertos… pero mientras la enseñanza es obligatoria y puede ser escolarmente motivo de exigencia atender y seguirla, no tenemos poder sobre la decisión de aprender. Tal vez por eso deberían producirse rupturas con los tiempos de la escuela y no ver como condena o castigo lo que es una realidad: los tiempos de las acreditaciones deben ser diferenciados para garantizar los ritmos de cada uno, sus decisiones y sus posibilidades (una situación que observamos en los albores de la escuela y de su organización gradual y progresiva, cuando el paso de un escalón a otro no era anual y universal, sino personalizado a través de diversos formatos de acreditaciones). (MEIRIEU, 2001: 81)
Todas las afirmaciones y reflexiones que hemos tratado de compartir merecen algún tiempo de debate y de asentimiento interno. Y algunas discusiones y reflexiones institucionales que pueden afectar la redacción del PEI, del PCI, la redacción de los Proyectos anuales o la evaluación del trabajo docente. También nosotros, cuando escuchamos al Supervisor o al Director, cuando participamos de una jornada o un curso de perfeccionamiento, o cuando concurrimos a jornadas como éstas, hacemos nuestro propio recorrido interior, nuestro aprendizaje y nos apropiamos – cuando queremos – de algunas afirmaciones o verdades con las que nos identificamos porque nos ofrecen nuevas razones para seguir haciendo lo que queremos hacer. Los invito al clásico considerar en el interior, (leer en el propio interior) especialmente una lectura y una consideración producida al calor de las clases, de las obligaciones, de los problemas, de la escuela, de la educación. Será el mejor momento – aunque yo ya no esté con cada uno de ustedes – de certificar el valor de estas palabras.
“Las respuestas se han acabado.Quizá nunca existierony sólo eran espejosenfrentados al vacío.Pero ahora también las preguntas se han acabado.Los espejos se han roto,hasta los que no reflejaban nada.Y no hay modo de rehacerlosSin embargo, tal vez quede en alguna parte una pregunta.El silencio es también una pregunta.Hemos encontrado una pregunta.¿Será el silencio también una respuesta? Quizá a determinada alturalas preguntas y las respuestas son exactamente iguales.”
JUARROZ Roberto (1925 – 1995). Poesía Vertical
BIBLIOGRAFÍA
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BAUMAN Zygmunt (2003), Modernidad líquida. Fondo Cultura Económica. Buenos Aires.
DUCH Lluis (1997), La educación y la crisis de la modernidad. Paidós. Barcelona.
MARDONES José María (1977), Desafíos para recrear la escuela. P.P.C. Madrid
HOPENHAYN Martín (1994), Ni apocalípticos, ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina. Fondo Cultura Económica. Santiago de Chile
BENASAYAG Miguel = CHARLTON Edith (1991), Esa dulce certidumbre de lo peor. Para una teoría crítica del compromiso. Editorial Nueva Visión. Buenos Aires.
FINKIELKRAUT Alain (2000), La derrota del pensamiento. Anagrama. Barcelona.
BARCENA Fernando – MELICH Joan (2000), La educación como acontecimiento ético. Paidós. Barcelona
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NOTAS
1. Las dos partes de este artículo forman parte de una exposición y un trabajo realizados con alrededor de 500 docentes de la ciudad de Rosario, en febrero de 2005. Sus aportes, participación y devoluciones permitieron ampliar y profundizar las reflexiones.
2. Ver nuestro artículo: Docentes, sociedad e instituciones. Aportes para un debate necesario (2004) síntesis del encuentro de pre-congreso de octubre /2004 en Santa Fe y aparecido en febrero del 2005.
3. Cfr. Los diversos documentos de la UNESCO y los documentos de otras instituciones tradicionalmente dedicadas a la problemática y a la labor educativa.
4. Las familias guardan con la escuela una relación contradictoria y ambigua: por una parte aguardan de ella que contribuya en alto grado a completar la educación de sus hijos y, por otra, relativizan su poder y su alcance. A veces la escuela es la responsable de todos los fracasos de los hijos, y otras veces, mandan sus hijos a las escuelas convencidos de que es poco lo que puede esperar de ellas y que – en suma – todo dependerá del trabajo y del compromiso de cada familia.
5. “Si la escuela - señala MARDONES, 1997: 11 - es el ámbito donde los hombres y mujeres de mañana se preparan para tener su lugar, mediante una profesión, en la sociedad moderno-productiva, ¿qué le pasará a la escuela cuando ya no pueda asegurar un futuro profesional y laboral para sus alumnos?” Cfr el curioso título del libro de TERESINHA CARRAHER, En la calle 10, en la escuela 0 (está todo bien) Muchos podrían subscribir ese título o el contrario: En la escuela 10, en la calle - vida 0.
6. Tal vez por ello la cuestión de la educación sexual en las escuela siempre genera un debate interminable, debate del que en general no participan los educadores, sino legisladores, medios, diversas instituciones… Porque el tema de la educación sexual en sí misma no es un problema que le preocupe a la sociedad y al poder, sino que lo alarman las consecuencias de cierto descontrol: embarazos, abortos, etc. Los verdaderos problemas no forman parte del debate. La escuela – una vez mas – actuaría como los bomberos que acuden cuando ya se ha producido el incendio, en lugar de crear un cuerpo se prevención que asegure que los incendios no se producirán. Los bomberos actúan de vez en cuando y su intervención termina asociando a la destrucción del fuego, la destrucción del agua… los cuerpos de prevención y de habilitación deberían garantizar vida digna y seguridad. Muchos funcionarios y docentes podrían operar como bomberos, pocos podrían hacerlo como peritos habilitadores.
7. No se trata de resolver estas cuestiones a través de una cuidadosa articulación con específicos espacios de formación; estamos hablando de un lenguaje integral que involucra a toda la comunidad.
8. En la película The Wall hay una escena muy dura en la que se contrapone la rígida presencia de un profesor que ejerce autoridad y violencia en las aulas, mientras padece el sometimiento absoluto en la intimidad de su hogar… Muchas otras películas exhiben las mismas contradicciones entre lo que se enseña con seguridad y lo que se padece en la propia vida. Algo similar sucede con la co-relación vida y profesión que se puede comprobar en Mr. Holland's Opus.(Querido Maestro).
9. Son conocidos los cálculos y los estudios que han estudiado y comparado los gastos globales del trayecto formativo de un sujeto y los costos diarios y anuales de un preso. Cfr. Agirregabiria Agirre Mikel (2004), ¿Universidades o cárceles? ¿Harvard o Alcatraz? , en www.mikelagirregabiria.tk
10. Alguna razón debe existir por la que el espacio sagrado de la escuela sea objeto de agresiones, para el templo sea invadido y mancillado, para que periódicamente grupos de niños y adolescentes ataquen en horas nocturnos o en los fines de semana las escuelas (muchas veces sus propias escuelas) y no sólo roben lo que durante la semana pudieron observar como valioso, sino que gocen en destruir los objetos mismo de la liturgia escolar: registros, libros, papeles, armarios, etc. Hay algo en esta destrucción, absolutamente injustificada, que parece asociarse a un proceso de desacralización del espacio escolar y de absoluta condena a sus posibilidades, como si en la destrucción de alguna de ellas, se estuviera destruyendo a todas.
11. Cabría trabajar y reflexionar en torno a esas dos formas de clausura social que representan los barrios privados (country) y las villas de emergencia con sus asimetrías: distribución de las viviendas, espacios disponibles, calidad de vida, habilitación para el ingreso, seguridad, relaciones con las autoridades de control.
12. Estamos demasiado acostumbrados a un discurso sólido y moderno que piensa que la salvación sólo viene de una mutación radical y que quien no lo cambia todo no cambia nada. En realidad nos encontramos en otro momento histórico, de incertidumbres variadas y crecientes, de relativismos y de ausencia de certezas (MARDONES, 1997: 51) en el que los cambios son pequeñas opciones, decisiones, actos liberadores que se producen en nuestros lugares. La posibilidad de una gran revolución ha dejado su lugar a la suma de pequeñas razones que legitiman la existencia personal y que se convierten en una razón total: la falta de un estado feliz, terminal, definitivo (un mundo nuevo) se concilia con un ejercicio constante de readecuación pragmática y esperanzadora con las circunstancias y el entorno. HOPENHAYN (194:19) señala que esta ausencia de utopías no es sólo una disolución de los sueños, sino también la perpetuación de una vigilia somnolienta, asociada con una cultura del desencanto, cierta refrigeración del temperamento y una estratégica apropiación de los intersticios, de esos pequeños huecos que nos deja una realidad fragmentada. Considera – como lo hacen también los restantes autores – que el final de la revoluciones generaba una triple muerte: (1) morir a la ausencia de acontecimiento (sin revolución nos quedamos sin la emoción del gran acontecimiento); (2) morir por ausencia de redención (sin revolución no tenemos quien nos redima de nuestras dudas y de nuestras vergüenzas); (3) morir por ausencia de fusión (sin revolución la vida presente pierde la virtualidad de una epopeya, en la que la vida personal se asocial con la vida de los pueblos). (1994: 18)
13. Los no lugares transformados en lugares por los niños y adolescentes son: los cyber, las esquinas preferidas, ciertas plazas de la ciudad, la casa de algunos de los amigos eternamente sola y disponible, las bicicletas y las motos que los desplaza sin rumbo fijo y en busca del destino, las disco (con sus diversas versiones según las edades), ciertos quioscos que ofrecen servicios adicionales, los recitales, algunos clubes. ¿No pueden las escuelas – con diversos formatos – recuperar los espacios y el tiempo, convirtiéndose en lugares de referencia, crecimiento y control?
14. En BARCENA Y MELICH (2000:33)
15. Una responsabilidad clave tienen los referentes institucionales, especialmente los equipos de gestión en la construcción de las escuelas significativa al calor de verdaderos educadores. Mas allá de las exigencias administrativas y de las imposiciones reglamentarias cabe preguntarse cuáles son los aportes que – periódicamente – le permiten alimentar y construir a los educadores de su comunidad. La coherencia y la armonía no eliminan los disensos y la multiplicidad de voces: simplemente encuentran un buen director de orquesta que sabe convertir en melodía la multiplicidad de sonidos.
16. El texto tiene clara resonancia de muchas páginas de Paulo FREIRE (1998), especialmente, Pedagogía de la Esperanza. Siglo XXI. México y algunas antológicas páginas de Primeras Palabras (7 – 47) 17. Ver nuestro artículo: Docentes, sociedad e instituciones. Aportes para un debate necesario (CONSUDEC. Buenos Aires. 2004)

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